El pasado día 15 junto con mi compañero Antonio Ángel P. Ballester estuve dinamizando en Enae un networking algo especial para 120 alumnos internacionales provenientes de diversos estudios de posgrado y varios países americanos.

Dividimos la jornada en distintas actividades cuyo objetivo era incentivar el intercambio de experiencias y opiniones sobre sus áreas de interés, tomar conciencia y reflexionar acerca de los pasos a abordar una vez finalizada la formación reglada y sobre la meta que desean plantearse… todo ello fuera de su entorno académico habitual y de una manera lúdica.

En mi caso, la actividad que desarrollé con los diferentes grupos se centró en reflexionar acerca de la figura del emprendedor y su relación con la del empresario y el intraemprendedor.

Desde hace algún tiempo no hay día que no nos despertemos con alguna noticia relacionada con los emprendedores, dando la impresión que son la solución para todos los problemas que afrontamos en el mundo empresarial. Ser emprendedor está de moda.

Pero para serlo, ¿es imprescindible montar una empresa? ¿Cuando se deja de ser emprendedor para pasar a ser considerado un empresario? ¿Con 10 trabajadores, 100, 1.000?

Desde mi punto de vista, ser emprendedor es una actitud vital, una forma de afrontar los problemas y buscar soluciones innovadoras, de concebir proyectos e intentar llevarlos a cabo.

Así pues, uno puede ser emprendedor toda su vida, aunque su «forma jurídica» sea la del autónomo, empresario con 100 trabajadores a su cargo o la de trabajador por cuenta ajena, siempre que no abandone su «espíritu» emprendedor.

Este planteamiento incorpora la figura de los intraemprendedores,

aquellos trabajadores que, perteneciendo a una organización de la que no son propietarios, lideran iniciativas innovadoras, asumen retos, visualizan nuevos proyectos… aun cuando es posible que nunca lleguen a crear su propia empresa.

Me gusta hablar de personas emprendedoras, simplemente.

Y creo que es este tipo de actitud, la actitud emprendedora, esta forma de ver al vida profesional, la que debemos incentivar, independientemente de quien sea el propietario de la razón social en la que se vea inmersa.